“A los 19 años, Esperanza, experimenta un cambio
significativo, debido a las cartas de amor de un joven desconocido a las que
ella corresponde. Esta correspondencia, que mantiene durante dos años, enfrió
su relación con Dios y su entrega a Él. De pronto, un buen día mientras rezaba,
vio a Jesús crucificado que le volvió a decir: “Mira cuánto he hecho por ti.
¡No me ofendas!”
¿Quién es esta
mujer del siglo XIX? Esperanza, la fundadora de las Misioneras Esclavas del Inmaculado
Corazón de María. Ni la conozco, ni tampoco a la congregación.
Providencialmente cayó en mis manos un tríptico sobre ella. Y todo por ayudar a
una de sus hermanitas, a encontrar el avión que la llevaría hasta Paraguay.
¡Cómo nos
cuesta dejar ir! ¡Cómo nos cuesta decir adiós! Y nos supone más sufrimiento
cuanto más apegados estamos. Pero volvamos al principio. Él lo ha hecho todo por
nosotros, lo ha dado todo por nosotros, toda una vida entregada por amor, toda
una vida de renuncias… y el culmen: la cruz. ¿Cómo respondemos al amor? ¿Qué
tanto nuestras deciciones le bajan o le clavan en la cruz? ¿Hay entrega más
costosa y dolorosa que una muerte en cruz? ¿Por qué nos cuesta decir adiós? Tal
vez deberíamos mirar más a Jesús crucificado. No hay resurrección sin muerte.
No hay vida sin renuncias. “El que se
aferra a la vida la pierde, el que desprecia la vida en este mundo la conserva
para una vida eterna”
“Mira cuánto
he hecho por ti”. Y curiosamente San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales recomienda
que el ejercitante, delante de Jesús crucificado, se pregunte: ¿Qué he hecho
por Cristo?, ¿qué hago por Cristo?, ¿qué puedo hacer por Cristo?.
Atrevámonos
con sinceridad y humildad a responder a estas preguntas.
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