Monseñor Ángel Garachana
obispo de la Diócesis de San Pedro Sula y presidente de la Conferencia
Episcopal de Honduras desde hace unos meses, no se cansa de insistir en que no
perdamos la sensibilidad. La costumbre y la rutina nos pueden hacer insensibles
ante el dolor y el sufrimiento del otro. Es una tentación en la que fácil e inconscientemente podemos caer.
Esta tarde sucedió algo.
Estaba platicando con un sacerdote cuando se acercó una mujer muy bien vestida.
Deseaba confesarse. Dijo venir de otro departamento solo para eso. El sacerdote
le explicó que a las 4pm tenía que confesar a una mujer y que después a las 6pm
tenía un compromiso. Le dio varias opciones:
* ir a catedral a las 5.30pm, donde todos los
días a esa hora hay un sacerdote
* regresar
en otro momento y solicitar cita (día y hora a su gusto)
* confesarse
en su lugar de origen ¿para qué venir hasta San Pedro a confesarse habiendo
allá sacerdotes?
El Padre cerró la puerta. Pude ver el
rostro de tristeza y decepción de la mujer. Vi cómo se alejaba. Entró en su
carro, lo puso en marcha, salió del parqueo… Mi cabeza no paraba de girar
“Pucha, si fuera sacerdote le confesaba ahorita mismo, pero no soy sacerdote.
Esa señora necesita confesarse. No se puede ir así. No ha venido a San Pedro a
comprarse un vestido, ha venido a confesarse y el por qué ha decidido que sea
acá solo ella sabe. No puedo quedarme de brazos cruzados contemplando como se
aleja.”. Cuando llegó a donde yo estaba, le abrí la puerta del copiloto. Me
miró. Solo le dije:
* “Creo
que puedo hacer algo pero necesito hacer una llamada para ver si conseguimos un
sacerdote”
* Me
miró son sus ojos aguados. “!Viera qué triste me voy…!. Tengo años de no
confesarme”
* “Espéreme”.
- Hice una llamada y gracias a Dios ahí estaba la respuesta a la necesidad de la
mujer. – “Vuelva a parquear su carro. Ya tiene sacerdote. Yo le voy a acompañar”.
Salimos caminando… en silencio… ella rompió
el silencio para preguntarme: “¿Por qué quiere ayudarme?”. ¿Será que estamos
tan poco acostumbrados a que personas a las que no conocemos hagan algo por
nosotros?.
Yo le respondí: “Me puse en su lugar. Sentí
su tristeza y su decepción. Y me limité a hacer lo que me hubiera gustado que
alguien hubiera hecho por mí si algo semejante me sucediera. Tenemos que tratar
a los demás como nos gustaría que nos trataran. Yo a usted no la conozco pero
tampoco es necesario.”. No hablamos más. La dejé esperando a que terminara el
Padre una confesión y le di un abrazo de despedida. Ni siquiera le pregunté
cómo se llamaba, ni creo que la vuelva a ver pero… ¿qué importa? Lo que
verdaderamente importa es que hice lo que tenía que hacer.
¡Cuántas veces “nuestras
cosas”, la rutina, la comodidad, “lo de siempre”,… nos hace perder la
sensibilidad ante las personas que nos rodean abrumadas por su angustia, sus
preocupaciones, sus problemas…!. Nos convertimos muchas veces en funcionarios
de despacho, limitando nuestro trabajo a lo establecido, a unos horarios… y no
nos salimos de ahí porque se sale de lo programado. Y con ello nos perdemos el
asombrarnos ante la novedad, nos perdemos el encuentro con Dios porque le
cerramos la puerta en nuestras narices.
Que en nuestra oración
siempre esté presente el deseo de ser sensibles ante el dolor ajeno y de responder
en la medida de nuestras posibilidades. Que seamos compasivos y misericordiosos
con “quien está herido” y reclama un poco de atención, compañía, escucha, amor…
La insensibilidad va
endureciendo nuestro corazón y lo va convirtiendo en un corazón de piedra.
Seremos Evangelio
cuando seamos capaces de sentirnos uno con el otro y responder a sus
necesidades
Seremos Evangelio
cuando antepongamos el amor a todo lo demás
Seremos Evangelio
cuando le dejemos ser a Él a través de nuestras vidas.
Que Dios nos conceda
la gracia de no perder la sensibilidad
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