Nuestros sentidos son la puerta a la experiencia de Dios. ¡Y qué
olvidados los tenemos!. Tan olvidados que ni somos conscientes de ellos y ni
los valoramos.
El otro día me contaba un hombre que había ido a hacer guardia
para acompañar al santísimo en una capilla a la 1am durante una hora. Sin
terminar su tiempo, una mujer entró. En tal momento, la señora a la que ni
conocía pidió ser escuchada por él. A él le fastidió e incomodó porque ¡qué
barbaridad, levantarse en la noche para estar “a solas con Él” y disfrutar del
encuentro y aquella señora “fastidiando”!. ¡Qué ciegos estamos!. Mientras no
abramos nuestros ojos y miremos más allá de lo que nuestros ojos físicos son
capaces de alcanzar a ver, difícilmente podremos descubrir a Dios en los otros,
en los acontecimientos…
Nuestras ideas limitadas y cuadriculadas de Dios pueden impedir
que realmente se produzca el encuentro
Abrir nuestros ojos… prestar atención a los sonidos y a las
palabras para poder escuchar a Dios… percibir los olores que nos llegan… tocar
para descubrir el poder sanador que tiene el contacto físico y la acción de
Dios a través nuestro… gustar de las cosas (de las grandes y de las pequeñas),
de los acontecimientos (de los alegres y los no tan gratificantes), de las
personas, de un viaje, de los quehaceres de cada día, de una canción, de un
café o un helado, de una amanecer en la montaña, de una excursión…
El amor de Dios envuelve nuestra vida, habita en todo y en todos,
y es irradiado constantemente. ¿Qué tanto lo sentimos y experimentamos? ¿qué
tan atentos estamos a la realidad que vivimos para percibir su Presencia?
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