Esta mañana en la
iglesia me quedé viendo a ese Dios en el que creemos. Dos imágenes
aparentemente muy diferentes, un bebé en un pesebre y un hombre adulto clavado
en la cruz. Pasaron más de treinta años entre ambos acontecimientos. Una vida
nueva, un camino por recorrer, un final que no terminó en muerte sino en
resurrección.
Un Dios que se
abaja para hacerse cercano, accesible, para encontrarse con nosotros. Al que
podemos hallar cuando tocamos la fragilidad, el dolor, el sufrimiento, la
pequeñez… de los otros y la nuestra.
Un Dios despojado
de todo: éxito, dinero, fama… incluso de ropa. Un Dios que nos invita a
ser libres de todo y para ello nos marca el camino que no es otro que su
camino.
Un Dios de brazos extendidos dispuestos a acoger, a abrazar nuestra pequeñez y pobreza, nuestras miserias. ¿Cuál es nuestra reacción y respuesta a un Dios que solo desea amarnos?. ¿Cómo es nuestra actitud en las relaciones con los otros: brazos abiertos o la defensa, la huida, el ataque?. ¿Somos capaces de aceptar y acoger todo eso que no nos gusta de nuestras pobres vidas?.
Un Dios de mirada comprensiva, dulce, tierna, amorosa,
misericordiosa… a pesar de nuestra limitación, nuestras faltas, nuestros
errores pasados…
¿Cómo no desarmarnos ante un Dios así?. ¿Cómo huir de
un Dios “tan débil y frágil”?. ¿Cómo temer a un Dios que solo quiere amarnos?
Señor, enséñanos tus caminos.
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