Nada ni nadie, ni
siquiera una pandemia o un huracán, puede arrebatarnos:
La
fe si está cimentada sobre roca. Una
fe que, lejos de debilitarse en la adversidad, se fortalece haciendo vida el
sermón de la montaña: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, conmigo lo
hicisteis”. Una fe que se concreta en las obras de misericordia. Una fe que no
espera milagros sino que se moviliza para que suceda el milagro. Una fe que en
las pruebas se apoya en la cruz
La esperanza porque Dios siempre cumple sus promesas. La esperanza de un nuevo amanecer, de la ayuda solidaria, de nuevas oportunidades de crecimiento, de ir construyendo juntos el Reino, de creer en la providencia de Dios que se encarna en la bondad y generosidad de quien ve en el otro a un hermano.
El
amor y la libertad de compartirlo por medio de lo que tenemos y lo que somos
El amor que se
transparenta en quienes sirven de manera callada, sin aparecer en las redes
sociales, sin jactarse de lo que hacen… porque estos ya recibieron su
recompensa
El amor de quienes no
esperan aplausos, agradecimientos, honores, alabanzas… porque hacen simplemente
lo que les toca hacer
El amor de aquellos que,
como la viuda, dan todo lo que tienen
El amor de los que ven
en el otro a un hermano y lo tratan como tal
Sea lo que sea que
hayamos perdido… siempre nos quedan la fe, la esperanza y el amor. Nada ni
nadie nos los pueden arrebatar a menos que así lo elijamos. Si hoy todavía lo
vemos todo gris, lodoso, confuso… confiemos y esperemos porque mañana volverá a
lucir el sol y saldremos fortalecidos y renovados.
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