Me
sonreía el otro día escuchando a una religiosa que me compartía lo siguiente: “Cuando
veo a mis hermanas salir de la capilla y me fijo en sus caras, pienso ¿con
quién se habrán encontrado?. Pero un día me fui a mi cuarto, me miré al espejo
y me pregunté ¿y con qué cara saldré yo?”
Los
demás son nuestro propio espejo y en ellos podemos ver lo mejor pero también lo
peor de nosotros mismos.
Es
graciosa la anécdota pero a la vez triste, a mí también me cuestiona y me
siento identificada. ¡Cuántas veces se nos achaca a los cristianos nuestro
comportamiento y actitudes a pesar de ir a la eucaristía o ser personas de
oración!. Y todo tiene que ver con ese "supuesto" encuentro porque a veces “estamos” pero no hay encuentro alguno. Si no hay encuentro no
hay cambio, no hay transformación, no hay conversión
De
cada encuentro con otros salimos distintos: contentos, defraudados, con paz,
enojados… En el intercambio nos volvemos más o menos humanos.
Del
encuentro con el Señor tampoco se sale indiferente: cuestiona nuestras
actitudes, toca la conciencia, aumenta nuestra confianza, nos sentimos
perdonados, aviva nuestra esperanza… El problema es cuando lo que tendría que
ser un encuentro con el Señor se vive como tarea, compromiso, obligación... o como
algo tedioso o una pérdida de tiempo. En estos casos el corazón no va
dispuesto, abierto… porque no va a un encuentro sino que va a cumplir un deber.
Por eso salimos como salimos y seguimos siendo los de siempre o incluso peores.
Y ya no voy a hablar de nuestra cara… sería bueno preguntar a quienes no creen
Podría
servirnos esto para cuestionarnos: “¿Por qué vamos a la oración o a la
eucaristía? Tal vez la respuesta pueda dar luz a nuestras verdaderas
motivaciones y comprender por qué muchas veces nuestra vida no cambia o por qué
resultamos tan poco atractivos
Pobre gente cuando me ve. ¿Que dirán de mi? Gracias por hacerme pensar como soy y quien soy.
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