Las
obras no se miden por sus frutos, por los resultados, por la retribución que
generan… Lo que verdaderamente da valor a las obras es el amor con que las
realicemos. Da igual si es algo grande o una acción sencilla ¿cuánto amor pongo
en ella?
Piensa en todo lo que haces en el día. ¿Por qué lo haces: cumplimiento, obligación, quedar bien, obtener recompensa, tranquilizar tu conciencia, autoestima, llenar tus vacíos…? Preparar la comida o una reunión, leer un libro o dar una conferencia, hacer la compra o participar en la eucaristía, pasear, escuchar a alguien, quedar con un amigo… ¿Qué tan presente estás en lo que haces? ¿Qué tanto te mueve el amor y amas en cada una de tus actividades?
Estar
en lo que se está, poner tu atención en eso que tienes en tus manos y te ocupa,
tener paciencia, ir al ritmo de la vida, disfrutar y vivir con pasión cada
momento, escucharte y atenderte, tratarte con compasión y respeto… Y salir
hacia el otro anteponiendo el amor a cualquier otra cosa. Esto supone: respetar
su tiempo, atender lo que dice y cómo lo dice, estar presente, ser tolerante,
no juzgar…
Nuestro
fin, misión, meta… no es hacer grandes cosas sino amar en todo lo que hagamos,
aunque esas cosas no sean reconocidas o valoradas por otros, aunque no nos
agradezcan por ello.
Amar
es permitir a Dios ser Dios, es vivir desde nuestra verdadera identidad
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