Hay dos palabras que
parecen sinónimas pero en las que descubro una sutil pero a la vez una
importante diferencia: Ayudar y servir
Cuando ayudamos vemos al
otro como “menos”. Nos colocamos en una posición de superioridad. “Yo te ayudo
porque yo sé, yo puedo, yo tengo las herramientas, dispongo de lo que tú
necesitas... Tú dependes de mí”. Eso engrandece nuestro ego y nos satisface
pero si buceamos en nuestro interior nos daremos cuenta de que esa sensación
que queda en el fondo nos inquieta. Algo que nos dice “cuidado, no te crezcas
porque te vas a perder”
Dentro de la Iglesia se
utiliza muy ligeramente el término “servir”. “Hoy me toca servir”, “yo sirvo
en…”… Solo porque lo dijiste o porque te vieron: ya recibiste tu recompensa. Lo
peor es cuando se pelean cargos, o por cantar o leer en las eucaristías, o por…
Decimos que servimos y en realidad detrás hay una búsqueda de reconocimiento
por parte del sacerdote o de los otros feligreses… un deseo de poder… una
necesidad de valoración o de aceptación… En definitiva muchas veces utilizamos
ese “servicio” para crecer nuestro ego o inflar nuestra imagen. “¿Servimos en
la Iglesia o nos servimos de la Iglesia?”
Jesús nos invita a servir y
no a servirnos. Solo podemos servir si vemos en el otro a un hermano, si nos
colocamos ante el otro en una relación de iguales donde prima su necesidad,
sentida y/o expresada, a lo que yo pueda pensar, querer, decir o hacer.
Para servir es necesario:
disponibilidad, empatía, saber escuchar, mirar con compasión y misericordia,
actuar…
Para servir es necesario:
ser humilde, abajarse, no discriminar, tratar al otro como me gustaría que me
trataran a mí… que no se me vea a mí
¿Ayudo o sirvo? ¿Sirvo o me
sirvo?
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