El otro día una madre de
familia me comentaba, entre avergonzada y temerosa, una situación que está
viviendo su hija. Le dije: “Ante todo y sobre todo, es su hija y usted seguirá
amándola porque… es su hija”. Y es que el amor de unos padres hacia sus hijos
no puede verse alterado por lo que hacen o dejan de hacer, por si responden o
no a sus expectativas, por si cometen errores o fracasan en la vida, por los
triunfos que logren o los nietos que les den, por su identidad sexual, sus
adicciones, el trabajo en el que estén o lo pendientes que estén de ellos...
Hechos a imagen de Dios y
habitados por el amor incondicional, todos estamos llamados a transparentar ese
amor: padres de familia, hijos, hermanos, religiosos, cajeras de supermercados,
feligreses, evangélicos, políticos, ancianos, enfermos, personas dependientes…
En todo esto solo hay una
consideración: Amar a los otros y considerar a la persona por encima de su
pecado, de sus caídas, de sus extravíos o decisiones equivocadas no quiere
decir aprobar o aplaudir conductas o comportamientos perjudiciales.
Amar a la persona no
quiere decir aceptar aquello que pueda dañarle o dañar a otros, aquello que
vaya en contra del camino de felicidad que nos propone Jesús porque lejos de
ayudarle estaremos contribuyendo a su perdición e infelicidad. Amar y ser
cómplice del mal son términos opuestos. Quien aprueba lo que no está bien y no
lo denuncia es un alcahuete. El alcahuete no ama porque su conducta es movida
por el miedo a perder el afecto de esa persona (sabe que no debe pero no es
fiel a la verdad)
Para
el Señor somos importantes, valiosos… nos ama por encima de nuestros
compromisos, del tiempo que le dedicamos, de nuestras hazañas, de nuestros
cumplimientos o sacrificios, de nuestras decisiones acertadas o erradas… Nos
ama a pesar de nuestra historia de caídas, pecados, fracasos… Para Él lo
principal es la persona y no puede dejar de amarla pero no aplaude ni festeja
el alejarnos de su lado cada vez que buscamos nuestro propio interés y querer,
el propio beneficio… tampoco celebra el ser indiferentes al dolor y necesidades
del otro, o el creernos autosuficientes y todopoderosos, o el daño que podemos
hacer a otros o incluso a nosotros mismos.
Solo
el amor puede cambiar al ser humano. La transformación personal solo es posible
cuando nos abrimos a ese amor.
Cuanta falta hace vivir en el amor al prójimo y en el amor de Cristo.
ResponderEliminarSí, el AMOR real es poderoso y todo transforma !
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