Así
me compartía el otro día una joven: “Me odio”. ¡Qué sinceridad! ¡Qué encuentro con sus
emociones!. Puede sonar fuerte pero ¿Quién no se ha odiado alguna vez en su
vida? ¿Acaso no está este sentimiento encubierto cuando nos sentimos
culpables por algo?
El
“me odio” puede ser resultado de poner el listón demasiado alto, de aspirar a
dar una imagen que no logro, de no aceptar mi miseria, de compararme con otros,
de ver las propias heridas…
El
“me odio” hace que me enfoque en mí, que me enrede y me haga daño, que actúe
con agresividad y violencia, que lesione a otros con mis palabras o acciones
El
“me odio” habla de auto desprecio, de auto rechazo
Muchas
veces se participa en talleres de crecimiento personal que ayudan a reconocer
heridas, emociones… pero si no se es bien acompañado pueden causar más dolor
que beneficio. No estoy en contra de conocerse, todo lo contrario, pero sí en
que ese conocimiento enfoque y encierre a la persona en su ego.
Entrar
dentro de sí y tocar la propia realidad, descubrir la verdadera identidad… sin
miedo, con valentía…
Se
huye de sentir, de mirar lo que pasa en el propio interior pero ahí en lo más
profundo, junto con nuestra miseria, también está Dios. Ahí y desde la humildad
de sabernos y sentirnos “tan poca cosa” es donde se puede producir el
encuentro. Ahí es donde se pueden sanar las heridas. Ahí se puede experimentar
el abrazo del Padre, su amor y su misericordia.
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