Me fui de ejercicios espirituales ocho días
y pasaron, como digo yo, “sin pena ni gloria”. Cuando me han preguntado cómo me
fueron a todos les he dicho que bien y cierto es. Tal vez no hubo frutos o resultados
perceptibles pero yo confío en que el Señor hace su obra aun cuando no somos
capaces de reconocerlo, caer en la cuenta, sentirlo… Ir con expectativas por la
vida solo es origen de frustración y enojo cuando no sucede lo soñado. En las
cosas del Espíritu sucede otro tanto de lo mismo. Mi único objetivo era estar
con el Señor y por su gracia se cumplió (porque a decir verdad el cuarto y
quinto día me agarró una tremenda desesperación por regresarme a casa).
Vivimos en una sociedad en la que
valoramos lo que vivimos y hacemos en función de lo que obtenemos. Por esta
regla de tres mis ejercicios fueron un desastre porque no puedo cuantificar lo
que se me regaló, ni siquiera soy consciente. En las cosas del Señor no se
puede controlar pero sí acoger lo que se nos dé, incluido el silencio, la nada.
Habrá quien valore unos ejercicios en
función de consolaciones o desolaciones, el tema desarrollado por el director,
la metodología empleada, los horarios… o incluso las comidas, el café del
desayuno, o si la cama era pequeña o la almohada dura. Nos perdemos en un
sinfín de cosas olvidando lo más importante que es estar con Él.
Podemos hacer una revisión de nuestras
actividades, nuestros encuentros… ¿Qué criterio seguimos en nuestras
valoraciones?. En una sociedad en la que priman tanto el éxito, los resultados
y el beneficio… ¿No será que despreciamos ciertos quehaceres prefiriendo otros
que nos dan reconocimiento, admiración…?. ¿No será que escogemos el con quién
estar basándonos en cómo nos cae, lo que nos aporta, o el sentirnos queridos?...
Pongamos el acento en el estar y en el
amor, en todo lo que vivamos, sin esperar… pero a la vez acogiendo y
agradeciendo lo que se nos regale… aunque sea silencio, la nada… Esto es lo
realmente valioso, lo que nos da vida.
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