No hay nada que nos haga ser más conscientes de nuestra
pequeñez, debilidad y fragilidad que nuestra propia muerte. El verla de cerca
nos pone cara a cara con nuestra verdad, nuestra limitación, nuestra
temporalidad. Pero también con nuestros miedos, insensateces, desconfianzas, dudas…
Hay países que ya viven una “nueva normalidad” mientras
otros (a pesar de llevar más de tres meses y medio encerrados en casa) estamos en el
lugar más oscuro del túnel. El número de contagios y muertos asciende de forma
vertiginosa. Y ya todos conocemos familiares, amigos, vecinos que han enfermado
e incluso han fallecido
Ver tan de cerca nuestra finitud nos tendría que ayudar a
vivir, pensar, actuar y relacionarnos de manera distinta. Nadie es más que
nadie, nadie puede más que nadie… y en estos momentos en los que ni el dinero
es suficiente para alargar la vida, se pone de manifiesto que realmente “no
somos nada”. Todos hechos del mismo barro, todos igualmente expuestos, todos
vulnerables. Y es que si es el momento de partir, no habrá respirador, doctor,
ni hospital que pueda hacer algo.
Yo digo que esta pandemia es antievangélica porque nos
obliga a estar distanciados, encerrados físicamente… pero a la vez es un medio
para que en medio del dolor, del sufrimiento, de las necesidades de los otros,
de la enfermedad y de la muerte, podamos construir el Reino y vivir el
Evangelio con nuestras actitudes y acciones
Que todo esto que estamos viviendo sea un medio también
para, desde nuestra debilidad y fragilidad, dejarle ser y hacer a Dios
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