Dios nos
regala su amor y no hace distinción en función de nuestras creencias, méritos,
sacrificios o penitencias realizados, del tiempo que llevemos colaborando en la
Iglesia, de los cargos o títulos que tengamos…
Ya lo dijo
Jesús cuando narró la parábola de los trabajadores en la viña. A todos, desde
los que habían trabajado todo el día hasta los que llegaron a última hora, les
pagó lo mismo. Y es que Dios solo tiene una manera de dar y darse y es el AMOR
y para Él todos somos iguales.
Algunos
interpretan el amor que Dios les tiene en función de cómo les va o de lo que
tienen (casa, hijos, carro, trabajo, salud, buen salario, amigos…). Conclusión:
A quienes no les va “tan bien” es porque no cuentan con mucha gracia de Dios o
se ha olvidado de ellos.
Según esta
manera de pensar: Dios ama muy poco al que se enferma de COVID y además muere,
o a quien es asesinado, o a quien es abusado, o a quien vive en condiciones de
pobreza o miseria, o a quien ha perdido a una hija, o a quien fue abandonado de
pequeño, o a quien enviudó joven, o a quien padece de Alzheimer, o a la anciana
abandonada, o a quien está preso, o a las prostitutas, o… ¡Qué gran error!. Y
es que no podemos cuantificar el amor del Padre en función de “cómo nos va en
la vida” porque estamos tomando como referencia “las medidas” o criterios del
mundo.
Creer que: “Me
quiere más a mí que a “X””, o que “No quiere a “Y” porque…”, o que “Se ha
olvidado de mi porque…” es desconocimiento del amor del Padre
El amor del
Padre es generoso e indiscriminado.
¿Acaso no sale el sol para buenos y malos? ¿Acaso no cae la lluvia sobre justos
e injustos?
Ese
amor es regalo “para todos”… La
clave está en abrirnos y acoger ese amor que se nos regala a manos llenas y gratuitamente,
sin condiciones, sin que hayamos hecho algo por ganarlo o merecerlo.
Se
nos da a todos “en la misma medida”.
¿Qué tan disponibles estamos para dejarnos abrazar por ese amor?
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