Muchas veces hemos leído o escuchado
la frase de Pablo “…mi mayor fuerza se manifiesta en la debilidad” 2Cor 12, 9.
¿Cómo se puede manifestar su fuerza cuando nos duele todo el cuerpo o tenemos
una enfermedad grave, crónica o incurable? ¿Cómo cuando fallamos y caemos? ¿Yen
los fracasos? ¿Y ante las humillaciones…? ¿Y en los niños, los ancianos o las personas
dependientes? ¿Y en quienes no pueden llevar al médico a sus hijos o no tienen
un triste plato de comida que darles? ¿Y en quienes…?... ¿Cómo sentir la fuerza del Señor cuando el
ser humano se siente insignificante, nada valioso, necesitado, vulnerable…?
En la debilidad se caen las máscaras y los muros de defensa que hemos levantado para protegernos de los otros… En la debilidad nos sentimos a la intemperie, frágiles… nada o muy poquito se puede
La fuerza que se manifiesta es la
del amor de Dios, que difícilmente puede expresarse cuando tropieza con el
orgullo, la autosuficiencia, el éxito, el poder, la vanidad, el tener, el
placer… Cuando se reconoce la propia verdad… solo queda el amor
Nuestra alma anhela encontrarse con
el amor de Dios pero no lo buscamos en la debilidad ajena y tampoco en la
propia, por eso no lo encontramos. A todos, creyentes o no, nos mueve ese deseo
pero no lo alcanzamos porque escogemos caminos equivocados. Simeón y Ana, dos
personas que reflejan su debilidad en su edad avanzada, fueron capaces de
reconocer a su Salvador en un bebé indefenso, en la misma debilidad. Se les
manifestó el amor y la ternura del Señor en un niño de apenas unos días de
vida.
El amor de Dios alcanza su grandeza
y plenitud en la pequeñez. Se manifiesta en lo débil y pequeño, en lo necio, en
lo despreciado, en lo aparentemente “inútil”, en lo marginado… En cada persona
que sabe que nada le pertenece, que todo es don y gracia… En quien reconoce su
vulnerabilidad y pequeñez y no se engríe… En quien no tiene pero tampoco
ambiciona…
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